Gracias,
La crueldad muta inevitable en ternura;
y hoy, después de tantos años,
las aves errantes de tu amor
son ópalos de luz que cuelgo en mi pecho.


Las paredes de la oficina eran rojas.
En la esquina superior colgaba una pequeña enredadera verde oscuro, con las hojas a medio secar. No había quien la regase, ni acercase sus pequeñas ramas al sol. Eso poco importaba, estaba para completar el pequeño espacio que quedaba al intersectarse las dos esquinas, independiente de como fuese su débil y esteparia composición vegetal; independiente de si, aunque toda su ínfima existencia se esforzara en posar sus verdes poros bajo la luz, no pudiese alcanzar nunca a rozar siquiera el brillo del día.
La cabeza de ella ardía en llamas; en el fuego puro de la incertidumbre; en la duda acongojadora que se cruza tras el cuello, hace nido en la garganta, recorre irreverente el pecho abierto de palomar, para caer en el vientre desnudo de ardides, desnudo ante la irreversible verdad que se expone pálida ante la tibieza de la tarde.
La muchacha de la cabeza en llamas al salir de aquella oficina decidió que nunca es un mal día para desanudarse los cordones de sus zapatos y caminar descalza, nunca es un mal día para regar una enredadera.